sábado, 4 de septiembre de 2010

La ira como señal

Este blog es sólo un espacio en el cual dejo registro de mis pensamientos acerca de cosas que veo y oigo en los medios de comunicación de masas, en la calle, entre mis colegas, etc. A veces, son solo cosas que se me ocurren sin una aparente motivación consciente. Sin embargo, como les digo a mis estudiantes en el curso de Finanzas en la Historia, “nada sale de la nada”. Esa cita de Hamlet la uso sin el beneficio de acogerme al contexto que Shakespeare (tal vez) pretendió otorgarle.

Llevo ya tres o cuatro años rondando un tema en el cual no me considero en lo más mínimo original, sino que más bien sirvo de caja de resonancia del estado de ánimo de otros, sobre todo dentro del mundo anglosajón. Es todo lo relacionado con un aparente retroceso general que parece comprometer a la cultura y la civilización occidental. Tal vez otra cosa sea el proceso en partes de Asia, en particular China. Pero, desde las percepciones e intuiciones de alguien desconfiado de la naturaleza humana, como es quien escribe, los síntomas de ese proceso, que prefiero llamar de forma benévola uno de “contracción”, han ido agravándose durante las últimas tres décadas.
A mi parecer, el primer retroceso ocurre en el espíritu de aquellos que van pendiente abajo. Luego, ese estado de movimiento interior se va retratando con fuerza cada vez mayor en sus condiciones materiales, sus relaciones intergrupales e interpersonales, y en general en su entorno. El retroceso de lo que llamo espíritu se puede apreciar en estados de ánimo que son cada vez más fáciles de encontrar entre los individuos que componen el grupo: ansiedad más frecuente, mayor consumo de fármacos – por ejemplo Prozac – para lograr “sentirse bien”. Me llama mucho la atención la presencia itinerante de la ira, la cual hoy viene bien acompañada con racionalizaciones, todas aparentemente válidas o legítimas para quienes la sienten. Ira hacia los actos de otros grupos, entiéndase sobre todo otros grupos raciales o étnicos, ira hacia el estado- no simplemente hacia un gobierno particular. Ira patológica, de la que estalla en algunos y deja una secuela de muertes, por lo general incluyendo la propia. Ira reprimida en quienes están supuestos a brindarnos protección, porque al fin y al cabo, son tan humanos como el resto.
El problema con ser tan humanos como el resto tiene mayores consecuencias si uno actúa con el aval del estado. Así, acciones que surgen desde un estado muy personal quedan legitimadas y protegidas por ese estado. Hace poco leí en el New York Times uno de esos episodios que usualmente asociaría con películas de categoría C. Dos inviduos se pelean entre sí en una acera congestionada de un barrio popular, creo que en Brooklin. Ambos son de ascendencia latina. De repente, en medio del calor y el odio, uno de ellos saca de algún lado un arma de fuego y le propina cinco balazos al otro, así dándole muerte. En medio del conflicto, antes de su final, la policía (NYPD) llega al lugar de los hechos y, al escuchar los disparos, los miembros del cuerpo policial allí presentes echan mano de sus armas de reglamento y empiezan a disparar en la dirección general del asesino. Éste reacciona devolviendo el fuego, y recibe del orden de cinco o seis impactos, sin que esa experiencia le cause la muerte. Hasta donde sé, aun vive, bajo arresto evidentemente, en cuidados intensivos en algún hospital de la ciudad de Nueva York. Lo que me pareció interesante fue lo que determinaron los investigadores forenses: sin contar los cinco balazos que terminaron con la vida de la víctima en la pelea, el encuentro con la NYPD produjo un total de 50 disparos. Los forenses determinaron que de todos esos, 46 salieron de las armas de los policías. Ya mencioné que cinco o seis acertaron en el blanco, sin embargo, el resto de la descarga fue a dar a muchas partes. Hubo otros cuatro heridos entre los transeúntes, y uno más que resultó ser otro policía que andaba en ropas de civil. El chaleco protector que llevaba debajo de la camisa impidió que formase parte de la lista de muertos. Uno de los transeúntes atrapado en la balacera recibió un balazo en la pierna mientras corría atravesando una calle, y en el momento en que recibió el impacto y caía al piso, se le acercó uno de los policías, quien lo encañonaba gritándole “¡no se mueva!”. Los forenses determinaron que todos los heridos los produjeron disparos de armas de la policía.
Creo que no tiene mayor interés criticar lo que parece ser el pobre entrenamiento en simple práctica de tiro que este incidente refleja. En vista de los datos que tengo, y que aquí dejo a juicio del lector, queda la hipótesis abierta de que muchos de los disparos fueron hechos esencialmente al azar. Es decir, el principal motor de acción de los agentes individuales pudo ubicarse en algún punto en el continuo entre la ira y el simple miedo, o sentimientos relacionados. La explicación del mal entrenamiento en tiro al blanco requeriría de un comportamiento mucho más racional de lo que revela este episodio.
La relación que guarda esta anécdota con mi línea de pensamiento de dos párrafos atrás es que no creo que el miedo o ira de los NYPDs sea un asunto de exclusividad de su gremio. Creo que el episodio es una muestra fiel, tanto como eso es posible, del estado espiritual de esta parte del mundo.
El ejemplo que pongo para ilustrar la presencia del miedo y de la ira podría encontrar similares en prácticamente todas las culturas. El problema es que en culturas no occidentales esos sentimientos no han sido en la historia de esos pueblos el objeto de una represión tan fuerte como en Occidente. Mucho del sentido de apropiación que tienen algunos grupos poblacionales caucásicos sobre una superioridad de su civilización se basa en la supresión de sentimientos relacionados con esos, y otros, impulsos “primarios”. Si surgen evidencias cada vez más numerosas y frecuentes de que ese ya no es el caso, entonces puedo plantear la hipótesis, siempre sujeta a debate, de que el estado de la cultura que inspiraron entró en una etapa de deterioro.
En el catecismo de la Iglesia Católica se enseña que existen siete grandes pecados, los llamados Pecados Capitales. La ira es uno de ellos, y como pretendo demostrar, su ascenso es una señal de deterioro espiritual de un grupo. Así por igual son señales de declive el ascenso en la vida cotidiana de todos los demás pecados de esa lista. Acerca del ascenso de la gula y de la lujuria creo que no hay necesidad de mayor debate, excepto procedente de aquellos que ya disfrutan de ese como su entorno natural. Sin embargo, creo que la más destructiva es la ascensión de la soberbia.

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